Hay momentos en que mi vieja mente no recuerda bien tanta batallas y hechos de armas. Ya confundo si fué en esta o aquella batalla en la que perdí a uno de mis buenos camaradas, cuando me tuvieron preso y logré escaparme o me intercambiaron por otro soldado tan desgraciado como yo mismo.
Pero uno de los hechos de armas que nunca olvidaré fue el del año 1607, en Cortes de Pallás, donde como joven espadán de la Milicia de Valencia participé junto con los compañeros del Tercio Viejo de Lombardía en la cruel y sangrienta expulsión de los moriscos de esta villa enclavada en la sierra y regada por las fértiles aguas del río Júcar.
Felipe III había dado orden de expulsión de todo el territorio nacional de los moriscos, por razones aún no del todo claras. Cuando se mezcla religión y política lo único que puede generar son decisiones equivocadas y, como siempre, dolorosas para el pueblo humilde y trabajador que es, de largo, el perjudicado mientras que sólo la élite despreciable de prohombres mohínos adinerados puede hallar beneficio.
Como decía, los que nunca se mancharán los dedos de sangre y barro habían decidido desterrar a berbería a todo morisco, apuntando razones que, si bien eran muy correctas gramaticalmente, iban a dañar al más débil, como siempre.
El Marqués de Caracena, capitan general del Reino de Valencia publicó un bando en que se decretaba la expulsión inmediata, dando cumplimiento a la orden Real.
Yo me encontraba por aquel entonces, en mi peregrinar por todo pueblo o ciudad en la que un Maestro de Armas me quisiera instruir recibiendo enseñanzas del manejo del espadón en la milicia del Reino de Valencia y siendo mi instructor el Maestro Galindo, a la sazón Sargento y maestro de armas del destacamento que guardaba el valle de Ayora y Cofrentes. Requiríosome junto con el justicia Don Pablo y un tambor que acompañáramos a nuestro a poner en conocimiento de la población de Cortes de Pallas el bando.
Respondió mal la población (o bien, según se mire, porque cuando una injusticia así se comete, responder mal es, sin duda alguna, hacerlo bien), y enardecido el populacho nos atacó sin miramientos de autoridad con puños, cuchillos cortos y piedras, ante los que ni mi media armadura ni mi espadón eran útiles, ni las herreruzas del cabo o del justicia Don Pablo.
Escapamos como pudimos y nos rehunimos bajado el puente que cruza el cañón junto con las huestes del Tercio de Lombardía y de las Milicias del Reino de Valencia, entre las que se encontraba la de Villa de Algemesí. Les informamos de la negativa de la población a acatar las órdenes reales, y nos preparamos para entrar y expulsarles. Por lo que se podía oír, los tiros de espingardas y arcabuces, los cánticos y griteríos, los moriscos también se estaban preparando, y se hacía de preveer que la enconada resistencia de los que son agraviados no iba a suponer ningún paseo para nosotros. Antes al contrario, nos temíamos que la lucha iba a ser larga y endurecida.
En mi ánimo pesaba que iba a defenderme y posiblemente a matar a un grupo de amigos moriscos con los que practicaba esgrima a la caída de la tarde, junto al río y de los que normalmente no me diferenciaba nada más que el pañuelo anudado a la cabeza que llevaban siempre. Buenos amigos, con los que tenía largas charlas de mujeres y esgrima y otras cosas propias de gente de nuestra edad, y que seguro que iban a defenderse tan valientemente como cuando cruzábamos nuestras armas con ánimos de entretenimiento.
Formamos batallón y avanzamos hasta la plaza del pueblo donde nos atacaron por primera vez los moriscos. Se habían armado pobremente, como correspondía a su clase social, artesanos y campesinos. La lucha fue muy dura. Yo cercenaba miembros y destrozaba escudos y pobres picas de madera afilada con mi terrible espadón. Los justicias, al lado de los rodelederos tiraban de sus herreruzas y de la buena destreza española, que con tanto esmero y dedicación habían aprendido del Maestro Galindo. Los arcabuceros daban muy buena cuenta de los infelices moriscos, que caían por docenas cuando se realizaban las atronadoras descargas cerradas. Y los alabarderos que entraban al combate para dar tiempo a los arcabuceros de recargar sus armas. Mujeres y niños morían al lado de hombres, sin distinción, que la guerra no la conoce.
Guardo en mi retina la imagen de unos niños que saliendo, ordenadamente y al paso, como si de un grupo militar infantil se tratara, se pusieron delante de sus mayores, y sin miedo ninguno, recogieron la multitud de piedras que nos sembraban el suelo de la plaza. Cuando habían llenado los capazos y las madres, entre llantos y lamentos cargaron con ellos a retaguardia, permanecieron los infantes de pie, ante el grupo de arcabuceros, sin miedo en los ojos y con una determinación digna del más aguerrido caballeros, arrojaron sus piedras hacia los soldados en formación. Los hombres cristianos apuntaron pero no pudieron obedecer la orden de fuego a discrección que su capitán les dirigió. Fue la única vez que he visto dudar a un grupo de soldados españoles, la única que su disciplina se vio quebrada.
Sin embardo, los niños huyeron al lanzar sus piedras, que pobre daño nos hicieron y los arcabuceros, como un solo hombre dispararon con furia desatada -juraría que vi resbalar una lágrima de impotentencia por la faz de Miguel Carbonell, el de Villena, justo en el momento de apretar el gatillo de su arma- y una fila de hombres moriscos cayó al suelo entre gritos y quejas.
El resto no lo recuerdo bien. Luchas, sangre, disparos. Gritos, amenazas, insultos. Olor a pólvora, sudor, llantos. Morían por igual soldados del Tercio, mujeres, niños y moriscos, sin pena. Luchamos hasta que se nos cayeron los brazos. Luchamos hasta la extenuación. Mis amigos moriscos y yo nos evitamos en muchos combates. Incluso en una ocasión, uno de ellos, cuyo cadaver recogería de la travesía del puente, evitó con su espada que uno de sus compañeros me degollara a traición. Luchamos como hermanos en bandos encontrados: sin perdernos de vista, pero sin encontrarnos. Lloré su muerte esa noche hasta que el agotamiento me pudo, pero a la mañana siguiente seguí luchando con la disciplina y la determinación de un soldado de un Tercio español.
Por fin, tras muchos esfuerzos, arrinconamos a los infieles contra el río y una pared de piedra, en la Muela. Los rendimos, atamos y conducimos a su destino, los expulsamos.
Fue tras esta batalla tan larga, que decidí abandonar tierras valencianas y dirigirme hacia donde cualquier Maestro pudiera enseñarme esgrima, pero esta vez, hacia el interior del país, intentando olvidar el sufrimiento y la injusticia que la que acababa de ser testigo.
Ójala y en los pocos años de vida que me quedan no vuelva a ver tan grande injusticia. Y aunque mi brazo ya no es lo fue, si he de contemplarla que sea del lado del agraviado, para defender a los que no se pueden defender, por mucho empeño que se le quiera arrojar.
lunes, 26 de julio de 2010
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1 comentario:
Que triste y que bonico te ha quedado al mismo tiempo. Muy bueno. ;)
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