martes, 25 de septiembre de 2007

Maderuelo 2007. Sábado por la tarde.

No serían las cinco de la tarde cuando arribamos, a la hora convenida, al prado donde se iba a librar una escaramuza más de las que asolaron las nobles tierras segovianas. La Ermita donde se veneraban los restos de la Vera Cruz de Nuestro Señor fue testigo de la llegada de los numerosos guerreros que se aprestaban a empuñar sus armas para defender o atacar la villa de Maderuelo.



Una benevolente nube se empeñaba en favorecer nuestra empresa, protegiéndonos del inclemente astro rey.



Llegamos de los primeros, y Luis y yo, auxiliados convenientemente por Virginia y Raquel, nos perterchamos para la ocasión. Revestidos de cota y almofre, bien calado los yelmos, ceñidas las espadas y empuñando los escudos nos dispusimos a visitar la Ermita. Hermosísimos frescos nos hablaban de la historia pasada, de tiempo que intentábamos atrapar con nuestros pertrechos y nuestro corazón.



Dentro de la Ermita trabamos conversación, entre otros, con el Preboste de la Sala de Esgrima Antigua de la villa madrileña de Tres Cantos, a la sazón Templario al servicio de la villa de Maderuelo, Don Oscar.



Fuera de ella, trabamos amigable conversación con los murcianos y con el Maestro Bomprezzi. En agradable charla estábamos cuando bajó al prado Don Alberto de Maderuelo, a informarnos de nuestro cometido en la batalla. Nos había tocado el gran honor de defender Maderuelo y su Ermita.



Ya superaban los combatientes el número de sesenta cuando se dispuso la batalla y las fuerzas que habrían de librarla.

Junto con los templarios encargados de defender la Vera Cruz, esperábamos ejercitándonos en el arte de la carga y defensa cerrada con escudos, cuando, cerca ya del atardecer, los frailes desfilaron, seguidos por los templarios, ante nos para dirigirse a orar en la Ermita y a venerar los restos que protegiámos con devoción. Nos arrodillamos a su paso y al alzarnos para continuar con nuestros marciales tareas cuando una voz nos sobresaltó.



Unos villanos, campesinos, huían de un ataque de una caballería mercenaria. Una hueste aragonesa había descendido el Rio Aza en busca de botín y sangre. Los arqueros nos bastaron para contener sus primeras oleadas. A la voz de nuestro capitán, hicimos una salida que logró rechazar su primera acometida. Los cadáveres y los heridos quedaron en el campo de batalla como testigos dello.



Una segunda embestida, más furiosa y sangrienta nos empujó tras la empalizada. Codo con codo con los templarios, luchamos hasta que fuimos rechazados. Pegaron fuego a la torre como para demostrar sus intenciones: ni prisioneros, ni piedad. Un herido había quedado y junto con otro soldado que no conocí, salí a por él, con la esperanza de arrastralo hasta nuestra posición. Lo único que conseguimos fue evitar que se afixiara con el humo de la torre, teniendo que dejarlo junto a la empalizada.



Un grito anuncío una tercera carga. Los mercenarios atacaron sin miedo y sin piedad. Las estocadas, los tajos, los golpes de escudos y de maza hicieron que los defensores de Maderuelo cayéramos defendiendo la Ermita.



Al final, vencedores y vencidos, posamos para que nos inmortalizaran con su máquinas diabólicas los brujos y brujas que a ellos se aprestaron.



Tras la Algarada, nos cambiamos y subimos a compartir una buena y merecida merienda con nuestras damas. Charlamos con unos y otros y bajamos a cenar a Ayllón con los toledanos y los murcianos.



Cenamos en la plaza de Ayllón, en muy buena compañía. Y nos fuimos a acostar, felices porque nuestra aventura aún no había terminado.

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